Tiempo de Novela


Por. Andrea Álvarez

Hasta algún momento de mi húmeda y descolorida existencia, lo único que interrumpía la tranquilidad eran los balonazos recibidos gracias a los niños de la cuadra, en aquella esquina donde he permanecido por un tiempo incalculable. A esos niños los vi crecer; y ahora ancianos recogen las huellas de su pasado y esperan lo que les depara el futuro, sabiendo que lo seguro es la muerte. Aquí, en el Berlín, he visto muertos, parejas que declaran amor incondicional y otras que lanzan madrazos hasta más no poder. También he reído y llorado con todos y cada uno de los personajes que pasan por mi lado al escuchar sus historias; al escuchar como un hombre descarga su grande y no muy esculpida mano sobre el rostro pulido y puro de una frágil mujer, contagiándome de sus emociones y a veces odiándolos, a veces queriéndolos. He presenciado el ir y venir de sueños guardados en un colchón, acompañados de sillas, neveras, peinadores, camas, ollas, mesas de noche, grabadoras, televisores; sueños amarrados con una cabuya a un camión, entrando y saliendo por la puerta y de vez en cuando tirados en la esquina, revueltos con la basura, rotos y sucios.

Por las calles que alcanzo a divisar desde esta solitaria y a veces mal oliente  esquina, han transitado carros lujosos, carcachas, motos de alto cilíndrale en medio de la noche turbando su tranquilidad; camionetas con sus equipos de sonido a todo volumen alterando el sueño de muchos, o de pocos;  carretilleros, perros, mamás que llevan a sus hijos al colegio, quienes vuelven con la ropa sucia, dejando ver en su cara los residuos de la lonchera. He visto pelados que llegan sudorosos después de un partido de fútbol y toman gaseosa en la tienda del frente. Aquí he estado a la intemperie, me he mojado con los aguaceros tan tremendos que saben caer, pero también he sufrido los estragos del sol. Mi piel, por así decirlo, se ha ido desprendiendo, como una culebra cuando muda su tez, con la diferencia de que a mí no me sale una nueva.

Pues con todo lo malo, pero también con lo bueno, estaba acostumbrada a mi estilo de vida. La lluvia y el sol ya no me molestaban, tampoco los perros chandosos que a veces merodeaban por mi lado y dormían muy cerca, dejando sus pulgas y sus garrapatas ahí pegadas. No me molestaba el humo del cigarrillo o de la marihuana, que salía de la nariz o de la boca de algunos jóvenes y en ciertas ocasiones de los adultos. No estoy diciendo que me gustara, pero tampoco me incomodaba. Ya estaba acostumbrada a ver mi piel ajada y a que algunos niños traviesos me arrancaran algún pedazo.

Un día la cotidianidad se vio interrumpida por un grupo de personas que de algún modo me ultrajaron, al menos así lo sentí. Hicieron una cantidad de modificaciones y en mi interior ya no seguía siendo la misma, me sentía rara, incomoda. Un mes duró el cambio extremo. Después de esos tormentosos treinta días nada fue igual en los siguientes dos meses y medio. Esa esquina que antes recibía con indiferencia a sus afligidos transeúntes se había convertido en el escenario principal de una novela. Sí, ahí estaba yo, la casa que antes había reído, llorado, odiado, que guardaba un sinfín de historias, ahora era la protagonista de la historia. Resulta que en mi interior viviría “Cupido”, ese era el cuento más raro que había visto hasta el momento. “Cupido” no era un hombre, era una mujer que se hacía pasar por hombre y se enamoraba del protagonista que era el tipo más perro de Berlín. A partir de ese momento mi tranquilidad se desvaneció.

En la cuadra se armó una revolución y se veía más gente de lo normal, novelereando, claro, pero se veía. Todo el mundo estaba feliz, menos yo. En mí cambiaron mucho las cosas: nueva sala, nueva nevera, nuevo comedor; todo era nuevo, aunque eso seguía sin gustarme. Desde muy temprano en la mañana llegaban alrededor de treinta personas que desfilaban de aquí para allá, una con cables, otra con una maleta llena de maquillaje, otra con unas cámaras grandísimas, otra con vestidos y luego se iban tarde en la noche, a veces ni se iban.

En fin, eran muchas personas que abusaban, conectaban cables y su olor quemado me fastidiaba. Todo el día entraba y salía gente, azotando puertas con una fuerza imposible, golpeaban paredes con las sillas, con las cámaras; y es que a veces hasta “Cupido” lo hacía ¿Por qué de los 421 barrios que hay en Pereira vienen a escoger el mío, o al menos a mí y no a otra en este barrio? Yo extrañaba mi gente, las historias cotidianas; extrañaba el perro echado en la esquina huyendo del calor, o escampándose de la lluvia, extrañaba mi tranquilidad. Ahora lo único que veía eran unos camiones inmensos y unas luces que iluminaban toda la cuadra, y yo prefiriendo la luz de la lámpara de la empresa de energía. Pero bueno, me resigné durante esos dos meses y medio y así como llegaron se fueron, con sus cámaras, con sus actores, con sus cables quemados, con sus luces, con todo.

Cayó el telón y ahí quedé solitaria como siempre, a la espera de mis fieles protagonistas de historias. La fachada que usé durante ese tiempo de novela terminó por deteriorarse, para luego seguir siendo la misma, para seguir pasando inadvertida entre los caminantes, iluminada bajo la luz tenue de la lámpara de las empresas públicas, que cuando está dañada, me conformo con la compañía de la luna. Tuve mis quince minutos de fama, pero no me gustaron, porque a mí parecer la realidad siempre supera la ficción.

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